El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz
El Escritor: Cuándo comenzó todo esto que acabará o no terminará nunca... Hay varias fechas, y todas casuales, ninguna es circunstancial.
Encontré una moneda de cincuenta escudos de 1988, de la República Portuguesa; una moneda grande, más grande que aquella moneda nuestra de diez duros, menos pesada y más bonita. Mi moneda tenía un barco, un faro y cuatro peces. Y pensé que tenía lo necesario para escribir las primeras páginas de un pequeño cuaderno de navegación, como los de Martín Romaña, esta vez no desde un sillón Voltaire, sino desde esta mesa sobre la que escribo ahora, zarpando con dedicatoria al amigo Sergio y al amigo José Luis Fillat, que consideran tan importante un simple bolígrafo, un simple mechero para calentar la punta del bolígrafo si se seca la tinta, una simple ruedecilla para que tenga lugar el milagro más cotidiano y prenda la llama más precisa en cada ocasión.
Tenía todo lo necesario para escribir... y viajar, no necesariamente a Portugal; y comenzar un sueño distinto al sueño europeo de los intelectuales latinoamericanos. Tenía un espacio abierto, la metáfora del mar tan vieja, la luz de un faro y la lucidez… y cuatro personajes, uno de ellos más mío que ningún otro y algunos prestados por la casualidad y también por las circunstancias. En la moneda, todos los peces miraban hacia el mismo lado, menos uno, y ese sería yo, el único que miraba hacia Portugal. En esta ocasión amaría profundamente a mis cuatro personajes, cada uno tendría la mejor de las historias, y se amarían los cuatro. Ese amor corre a cargo de mis manos de escritor.
Yo leí El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz en 1997. Sabía algo acerca del autor pero no conocía su obra. Y no eran muy buenas las referencias que tenía: precisamente porque mis buenos puntos de referencia insistían en mostrarme a Bryce Echenique como un escritor poco comprometido con Latinoamérica... ah! perversa advertencia a un joven lector acerca de un intelectual peruano, en estos días en los que a mí me ha tocado leer. El lector, joven, pero ya lector, tarda poco en observar que a los argentinos se les ha disculpado un apellido ilustre pero, a la Hispanoamérica del norte… no se le ha perdonado tanto. Y tarda... muy poco el lector... en darse cuenta de algo muy importante... si quiere seguir / siendo... / si quiere ser lector: o eres murmurador o eres lector.
Leí El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz en 1997. Lo encontré en una biblioteca y, en la primera página, tenía un sello con la fecha de adquisición impresa: 1988, como la de mi moneda. En una situación como esa, el lector tiende a robar ese libro.
Cuando te conocí, lector, había pasado algún tiempo desde aquella lectura (en tardes de domingo te conocí), pero el recuerdo de El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz volvió a golpearme la cabeza, a la vez que lo hacía esa misma historia / que tienen los escritores / que sólo tienen una única historia: la de la hemorragia de la tinta, la de la sangre en la pluma. Todo me golpeaba con una intensidad parecida y... volví a leer la novela, de la misma manera que escucharía una y otra vez cada una de esas sentencias tuyas que tanto me gustan, lector, crítico lascivo. Tú y yo tenemos un mismo problema... incontinencia.
La leí por segunda vez con un mal presagio de inmensidad: pensando en que Octavia de Cádiz me venía demasiado grande, a mí, escritor; y a ti, lector, Martín Romaña te hacía sentir bastante pequeño. En ocasiones, en cambio, éramos Octavia Romaña y Martín de Cádiz, todo comunión, pero nunca, nunca, Octavia de Cádiz llegó a ser Octavia de Cádiz de Romaña, y eso se sabe desde el principio. Y es que nunca el escritor tendrá espacio suficiente, ni el lector dispondrá del tiempo preciso / para abarcar el espacio / que necesita el escritor. Ni la ficción literaria, ni mucho menos la realidad, se pueden afrontar desde ese desequilibrio, lector.
¡Ay! ¡Cómo es que yo no llego nunca a Portugal, si me dirijo hacia allí con insistencia! Ya ni quedan monedas de cincuenta escudos, ni de cincuenta pesetas, ya no hay aduanas, y nunca ha habido mares de por medio. ¡Ay, lector, cómo es posible que nosotros nos sintamos tan lejos, sin quererlo nosotros, por supuesto, y queriéndonos tanto! Pero imprima, no deprima.
Deseo profundamente que me entiendas y que no dejes de amarme tanto como yo a ti, que escribo pensando en agradarte. Escucha mi voz en tu mente cuando me recuerdes, cuando leas: me desvivo porque entiendas no lo que digo, sino lo que quiero decirte exactamente. El lector es para el escritor lo que Octavia es para Martín: nunca Octavia de Cádiz de Romaña, pero siempre Octavia de casualidad, Octavia delicada, Octavia de eternidad, Octavia inquieta, Octavia universal de abolengo medieval, Octavia faro de luz de dónde el sol la toma.
Este libro tiene un gran valor para mí. Te lo ofrezco porque confluyen varios motivos: porque nos adoramos los cuatro (queriéndolo yo, esta vez); porque valoro todo lo bueno que hay en ti, lector; porque quiero agradecerte que siempre hayas hecho lo mismo con tus escritores protegidos. Aceptarlo es lo más hermoso que puedes hacer por mí; eso y olvidar por completo que una crítica tuya puede hacerme daño, o hacerme bien... sin quererlo tú, por supuesto, y queriéndome tanto.
El Lector: Pero Imprima, no Deprima será el lema de esta novela, porque esa es la frase que me hubiese gustado inventar a mí, yo lector, en mi afán de mantenerte en vida. Escritor, te necesito para vivir / para seguir siendo / seré lector / siempre que escribas. Incluso cuando escribas lo que yo hubiese querido escribir antes y ya no podré escribir nunca; cuando encuentre en tus páginas lo que buscaba entre el tiempo perdido.
Cómo puedes dudar de mi comprensión, de mi amor sin límites... de mí, que te siento y hasta te oigo. Cómo hago para decirte que soy oyente de lo que leo, que tus letras siguen sangrando fuera de la pluma y se vuelven consistentes, sonoras y punzantes, y me muerden las entrañas hasta encontrar un orificio por donde la hemorragia pueda seguir y fluir sin morir nunca. El lector es para el escritor la oportunidad de existir dos veces, sin transiciones ni estertores ni agonías. Escritor, esta incontinencia sólo es un problema para mí, para ti es un seguro de vida.
Compré El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz en el año 2002, en una feria, en noviembre. Pero leí un ejemplar prestado, ya leído. En la primera página tenía un sello con una fecha impresa: 1988. Era un libro más grande que aquel mío, más grande y más bonito. En lugar de aquella portada mía, ilustrada con un cuadro de Rousseau, en esta portada había una ventana que a ambos lados se asomaba al exterior: a un lado tenía flores (las ventanas tienen flores sólo al exterior) y al otro lado París, reducido a un amasijo de hierros con forma de a mayúscula contundente, ascendente, eiffelizante… y desde una ventana, París sólo aparece al exterior, en el interior de una casa no cabe París. Entonces pensé que tenía lo necesario para leer.
Aquella portada, además, contenía una muestra de honestidad de otro tiempo. En una esquina discreta aparecía la palabra novela haciendo una discreta advertencia: lector, lo que tienes entre tus manos es una novela. Y pensé que lo que tenía era más que necesario.
Lo tuve todo: Octavia inaccesible, Octavia universal al alcance de la mano temblorosa, Octavia de eternidad al pie de un sillón Voltaire, tendida sobre un diván. Y nunca Octavia de Cádiz de Romaña, sino Octavia de Cádiz de Cádiz. Conocí a los héroes de las más bellas y antiguas historias de amor, sólo que reales, Octavia. Tuve ocasión de mezclar la realidad con la ficción realmente y en ese punto todavía me encuentro ahora, sangrando todavía / la tinta de otras venas / la sangre de otra pluma...
Martín Romaña: Imprima, no deprima es lo mejor que viene al caso en estos casos tan dolorosos de puntos suspensivos... y aquí estoy, señores y señoras, lectores y escritores, estoy aquí, Octavia, escribiendo sobre la ficción que fue realidad, cuando hasta el bolígrafo se negaba y se negaba.
Octavia de Cádiz: Escribe siempre con el mismo bolígrafo, Martín, para hacer justicia a la realidad y a la ficción, pues ambas te hicieron feliz.
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